7ª ENTREGA




Oleo: Caricia inesperada

Piedad durante un tiempo vivió para y por Armando, era la Amparo de la historia de sus tías, éstas, continuaban casi a diario, deshilvanando historias ajenas de amor y desamor. Piedaíta, como le gustaba llamarla a sus hermanos varones, ya no tenía que subir cada tarde al doblao a dar vueltas a las patatas, las últimas, ya tallúas, se las había llevado su padre para sembrarlas. Aún así, quiso tener una despedida digna con Armando y comenzó a imaginar que su tía Margarita le estaría contando a la tía Concha que Amparo iba a la última función del circo... Era la noche del domingo, el último día de la fiesta, ya por esas fechas pegaba llevar los hombros cubiertos con alguna rebeca, los veladores de la plaza estaban muy concurrido, había forasteros que animaban el baile sacando a las mocitas casaderas a bailar, los muchachos del pueblo se daban cuenta de la competencia y andaban nerviosos buscando pelea. En la puerta del circo, un numeroso grupo esperaba para entrar a ver la última función, que se anunciaba muy especial porque era la función de despedida, ya el circo no vendría hasta el próximo años. La noche del domingo fue triste para el pueblo, se terminaban las fiestas, se marchaban los forasteros y era la función final del gran espectáculo circense. Un gran aplauso final coronó la actuación de los payasos tristes, de la mujer “traga llamas”, del hombre encantador de serpientes pitones y demonios de Tasmania, del mago que guardaba debajo de su sombrero aves del paraíso y del domador de tigres de listas azules y violáceas tatuadas en el lomo. Amparo sollozaba disimuladamente, mientras, en las alturas Armando, de puntillas sobre la cuerda, exhibía sus habilidades y, a la vez, los contornos de su musculatura... Mirado desde abajo, desde el lugar en que estaba sentada Amparo, Armando parecía un Titan poderoso, un ángel sin alas... el labrador rudo que le había respirado en la cara. Las manos de Piedad temblaron y en su pecho un suspiro silencioso volvió a dar la vuelta a su corazón... Concha se sintió aliviada, Piedad no, para ella aquellos pensamientos, las imaginaciones y el ir y venir de sus dedos por su cuerpo buscando un suspiro final, era pecado. Al día siguiente ya no estaría la gran carpa de lona roja y blanca en el parque. Amparo debía esperar un año para volver a encontrarse con el funambulista., Piedad tenía la posibilidad de continuar subiendo al doblado con cualquier escusa o trasladar ese momento íntimo a otra hora y otro lugar.
Nostalgia: película de la época

A la vez, Margarita, que contaba la historia a Concha prosiguió su relato: Amparo, de pronto, como guiada por una mano invisible, volvió su vista hasta el parque y allí estaba, sentado debajo de un laurel del desolado jardín, los pies le colgaban por la pared y casi rozaban el agua de la rivera. Sobre sus cabellos caían pizcas de luz solar que le daban un aspecto falsamente angelical,  Amparo corrió a su encuentro.
-¿Qué hace usted aquí?  Dijo con una fina y tibia voz.
-Pensé que le debía una despedida, le dijo Armando.
-No te vayas. Deja el circo, amor mío.
-No, no me imagino haciendo otra cosa que no sea caminar sobre la cuerda floja.
Los dos se fundieron en un largo y sentido beso, a ella le provocó el calor propio de la pasión y el deseo, a él, la suavidad de las noches de verano mirando las estrellas.

Nadie por la calle, solo el aire silbando. 

A Concha se le llenaba la boca de espinos cuando hablaba de Amparo, era su forma de manifestar en secreto la envidia, una envidia heredada y que hacía pensar que todo lo de las demás no era tan bueno como lo propio. Concha, supuso, o sabía -le daba igual- que Amparo odiaba a los perros de su esposo, que los miraba con desagrado y que los animales le correspondían haciendo lo mismo con ella.

-Creo que Amparo es una mujer un tanto melancólica. Y la melancolía es... Ya sabes, algo propio de las mujeres que siempre inventan dolores de cabeza,  sentenció Concha. 

Piedad, ya menos ilusionada con la historia del funambulista, continuó escuchando las novelas en la radio con su tia María, que, cuando tenía oportunidad de cotillear ya fuera con Piedad o con otra vecina, siempre ponía a sus dos cuñadas como ejemplo de lo que no está bien. No obstante Piedad, haciendo caso a su corazón, se propuso no pecar más, así que buscó la forma de poner punto y final a la historia que rato a rato había ido cosiendo desde su imaginación a su vida, y continuó suponiendo... En el pueblo se supo que dos individuos encapuchados entraron en la casa del barbero... ¿Del barbero?... No, no del barbero no... Del sastre. Los perros no avisaron con sus ladridos,  se habían hecho cómplices de los asaltantes. Esas cosas ocurren. Un día y otro día, y otro más, les silbas, les das un hueso, les acaricias la cabeza y el lomo, el animal se complace, te toma confianza, cree que eres su nuevo dios y mueve alegre la cola al verte. Aquellos asaltantes no buscaban dinero, sino silencio. A ellos el barbero, perdón, el sastre le había tomado medida en numerosas ocasiones, y decidieron no correr el riesgo de ser señalados por nadie... Tenían mujer e hijos, y, sobretodo podían perder su fama de machotes. Amparo quedó viuda, lloró cuanto debía llorar ante la muerte de aquel hombre que no sabía, que nunca supo,  que su corazón se había convertido en un nubarrón lleno de lluvia y de aire saturado de ozono. Después de que se fuera del pueblo el circo,  se quedó en casa, sola con los perros. Hizo lo que su marido solía hacer cuando estaba vivo, conversar con los animales: “Polo, si te portas bien, esta noche te cubriré con mi toca de lana”. “Laika, no sigas ladrando a los gatos… Ellos están encima del tejado y no te molestan”. Ninguna filosofía, simple conversación. Los animales tomaron por su cuenta aquella tristeza de Amparo, que como Santa Teresa en su pecho sentía: “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que...” y quisieron ayudarle en su aseo personal: le lamían los pies fríos, largos y azulados, en un rito casi sacramental. Se hubieran quedado las madrugadas enteras escuchándola recitar a los poetas místicos, si no fuera porque debían ir al patio, a entrar en cólera y  ladrar en balde.
El Pino.
La rama del limonero, movida por el soplo del viento, se dejó llevar lentamente  por los astros titilantes. Es cuando la luna aprovecha la ocasión y asoma la cabeza de entre las hojas más altas y convierte a los seres vivientes  en actores furtivos de la noche, y a los felinos en  grandes ratones que llevan ácido muriático en el vientre y van a morir a veinte metros de la cocina. Las hojas de los árboles dejan de ser hojas y se tornan plumas sanguinolentas de un pájaro dentirrostro atrapado por una comadreja. El poder de la luna cuando silba el aire se hace grande, fuerte y mágico. Fue en una noche así cuando Amparo decidió olvidar al sastre y entregarse por entero a la vida contemplativa hasta el regreso al pueblo del circo.
 Así decidió Piedad concluir aquella historia en cu cabeza y en su corazón, claro que en este último, siempre quedaría la esperanza del encuentro real con Armando. Estos pensamientos finales de Piedad, parecían cubiertos de un resentimiento o una frustración agría, tan amargosa como la cascarilla blanca del limón... Pensaba, y no quería hacerlo, que sería incapaz de dejar de pecar y que tarde o temprano D. Fernando se tendría enterar, aunque fuese en confesión, de tan absurda sumisión.

De matanza: pelando los pezuños.

... Continuará...

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